¿Cuántos días tienen que pasar para que reconozcamos que hemos fracasado en nuestros propósitos de 2020?

A estas alturas del año es posible que ya le haya pasado como a mí, que haya olvidado sus buenos propósitos. Yo siempre tengo el mismo: dejar de fumar de una vez por todas. Lo conseguí en 2006, cuando entró en vigor la ley que prohibía hacerlo en el trabajo. Por aquel entonces me ventilaba más de dos cajetillas al día y pensé que, si tenía que abandonar la redacción cada vez que encendía un pitillo, iba a pasar más tiempo fuera que dentro. Ante la disyuntiva de abandonar el vicio o el trabajo opté por lo primero.

Lo malo fue que unos meses después fue mi empleo el que se fue a por tabaco y no volvió. Aun así, aguanté unos años como un titán. Solo fumaba un puro cuando salía a cenar con los amigos, para tener algo que hacer con las manos durante las sobremesas, además de sostener el gintonic. Pero no tardaron en prohibir fumar también en los restaurantes, algo que ahora me parece justo y necesario, y me encontré con que no tenía ningún sentido estar media hora en la puerta de un local dando chupadas a un habano. Volví a caer en el pitillo. Por lo social. Nada más.

Con más o menos variantes así he seguido desde entonces, probando alternativas como el vapeo (mal) o los cigarros electrónicos (mucho peor) a ver si despisto el hábito de una vez por todas. En uno de esos intentos vanos, incluso recibía llamadas intempestivas de una especie de coaching de la marca para preguntarme cómo iba con el invento. Creo que es la única persona a la que he bloqueado en Whatsapp. Fíjese, otro vicio tonto que ni sabía que tenía.

 

 

EL PAÍS

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