Como si en estos tiempos de pandemia hubiera pocos conflictos en el espacio postsoviético, la república centroasiática de Kirguistán volvió a un primer plano noticioso por los disturbios que estallaron la madrugada de este martes, en protesta violenta contra los resultados de las elecciones parlamentarias celebradas el domingo anterior.
Cuando el (todavía) presidente Sooronbai Dzheenbekov dio la orden de no abrir fuego contra la gente que ocupó las calles del centro de Bishkek para protestar, la policía nada pudo hacer para dispersar la noche del lunes con gases lacrimógenos y granadas de aturdimiento a los miles de manifestantes que durante horas se enfrentaron a golpes con los uniformados, dejando un saldo de más de 600 heridos, 150 de ellos hospitalizados, una veintena muy graves en cuidados intensivos y un fallecido.
La multitud tomó las sedes del Parlamento y del gobierno, en tanto la imagen de uno de los primeros en entrar al despacho del mandatario, brincando enardecido encima del escritorio del presidente kirguís y lanzando documentos a diestra y siniestra, anunció el triunfo de la enésima revuelta en un país cuya principal riqueza es lo que no tienen sus vecinos: el agua de sus ríos y lagos.
Por supuesto, sus gobernantes han sabido sacar provecho de su ideal ubicación geográfica, ofreciendo su lealtad a quien quiera comprarla (Rusia ahora tiene una base y un aeródromo militares, al tiempo que consiguió que Estados Unidos haya tenido que retirarse de otro aeropuerto que utilizaba para cuestiones logísticas en la región de Asia central).
El siguiente paso era previsible: un grupo numeroso arremetió contra la sede del Comité de Seguridad del Estado, en cuya prisión estaba recluido el anterior presidente de Kirguistán, Almazbek Atambayev, quien gobernó de 2011 a 2017, condenado a once años de cárcel por corrupción.
Liberado Atambayev, pronto en otras prisiones quedaron en libertad algunos colaboradores suyos, entre ellos el anterior primer ministro, el coordinador de asesores, varios miembros de su bancada en el Parlamento.
Por la mañana de este martes, al tiempo que se conocían las renuncias del alcalde de Bishkek y de varios funcionarios de la administración en el interior del país, la comisión central electoral anuló los resultados de las elecciones del domingo, que habían dado un triunfo tan abrumador como poco creíble al partido del mandatario.
La oposición anunció su intención de formar un gobierno de unidad nacional y de iniciar el procedimiento para destituir al actual presidente, a la vez que piensa nombrar un primer ministro interino y convocar a nuevas elecciones.
De su lado, Dhzeenbekov intenta mantenerse a flote, acepta celebrar otra votación y pide, a través de un comunicado, calma a todas las fuerzas políticas, léase, clanes que son los que mandan en Kirguistán.
Porque a diferencia de Bielorrusia, donde la protesta es esencialmente pacífica, y de Armenia y Azerbaiyán, que están en guerra por la disputa del enclave de Nagorno-Karabaj, en Kirguistán se está viviendo un nuevo capítulo de la lucha de clanes, que depuso por la fuerza a todos los presidentes que ha tenido desde que adquirió la independencia al disolverse la Unión Soviética: tres ex mandatarios exiliados, otro que acaba de salir de la cárcel y el actual, todavía en el cargo, escondido en algún sitio.
Lo único que une a estos tres conflictos –para unos simple casualidad por tener causas diferentes; para otros, los adeptos de la conspirología, consecuencia de injerencias foráneas– es que afectan a países que Rusia considera firmes aliados en términos geopolíticos por las facilidades que le otorgan –sean bases militares (Armenia y Kirguistán) o instalaciones de radares (Bielorrusia), mientras la pretendida lealtad al Kremlin de sus gobernantes cuesta cada vez más millones, en créditos a fondo perdido, al contribuyente ruso.
LA JORNADA