Dos países que formaban parte de la Unión Soviética, Georgia, en el Cáucaso, y Kirguistán, en Asia central, ahora de antagónica orientación política –el primero, cada día más distanciado de Rusia por atribuirle la pérdida de lo que considera parte de su territorio y el segundo que, por el contrario, consciente de su estratégica ubicación pretende seguir sacando provecho de su cercanía con Moscú–, coinciden estos días en tener multitudinarias protestas contra sus gobernantes.
Estos mítines y manifestaciones –dispersados con cañones de agua, el uso de la fuerza policial y otras formas de violencia en Georgia y hasta la fecha sin incidentes ni detenidos en Kirguistán–, curiosamente nada tienen que ver con lo que desde hace años es la política de Estado en cada uno de estos países, sino son simple testimonio de la inconformidad de la población con quienes ejercen el poder en su nombre.
En Georgia, la oposición exige la dimisión del Gobierno al incumplir la bancada mayoritaria en el Parlamento su promesa de llevar a cabo una reforma del sistema electoral, el cual en opinión de los partidos minoritarios los pone en la actualidad en una situación desigual.
El gobernante partido Sueño Georgiano, acorralado tras las protestas del verano pasado, prometió aprobar una enmienda para que los diputados de la siguiente legislatura sean elegidos en su totalidad mediante el sistema de votación proporcional, eliminando los distritos de votación directa que constituyen la mitad.
Muy diferente es el origen del malestar en Kirguistán, donde los opositores consideran que el presidente Sooronbai Zheenbekov debe ser sometido a juicio político por formar parte de una red de funcionarios corruptos, quienes –de acuerdo con una demoledora investigación de prensa– provocaron el estallido de indignación al sacar del país 700 millones de dólares.
Uno de los principales implicados, Raimbek Matraimov, ex director de la Aduana y cercano aliado de Zheenbekov, huyó de Kirguistán con su familia para –según denuncian sus adversarios– iniciar una placentera vida en Dubai, mientras el empresario que destapó el escándalo, Airken Saimati, murió balaceado en un café de Estambul antes de hacer del dominio público toda la documentación probatoria que había reunido.
Tanto Georgia como Kirguistán tienen previsto celebrar elecciones legislativas en 2020 y, en ese contexto, la oposición en ambos países recibió de pronto la oportunidad de beneficiarse del rechazo popular a los gobernantes.
Mucho dependerá de su capacidad para encabezar, o descarrilar, lo que parecen protestas legítimas.
La Jornada